domingo, 25 de octubre de 2020

 

Lo primero que hicimos al llegar a la ciudad fue comer unas hamburguesas. Elegimos el primer bar cutre que encontramos y nos apostamos al fondo de todo, y empezamos a debatir sobre los siguientes días. Cuando estaba con mi amigo Pablo, siempre la pasábamos bien, no importa qué hiciéramos, todo era risas, viajes, fotos, cerveza. Y el ciclo se repetía. Luego cruzamos la ciudad y llegamos al hostel que habíamos reservado previamente. Mientras hacíamos el check-in escuché una chica rubiecita hablando en portuñol con otra persona. Le daba consejos sobre dónde ir, qué camino tomar, el día más adecuado para salir. No me miró, o eso creo yo, yo tampoco la vi bien, pero escuchaba su voz y le vi su feo corte de pelo. El chico que atendía la recepción interrumpió mis pensamientos y nos guió hasta nuestro cuarto. Después de guardar las cosas, con Pablo tomamos nuestras cámaras y fuimos a fotografiar la puesta de sol en la ciudad. Tuvimos unas agradables fotos y una excelente noche entre bares, pizza y recorridos. Al otro día apenas nos despertamos, entró la rubiecita al cuarto y comenzamos a charlar. Se llamaba S y era brasilera. Hablamos de Ushuaia, y de la vez que tuvo unos altercados con un camionero. No sé si había más gente en el cuarto, pero pronto entre los tres estábamos compartiendo experiencias y consejos. A los pocos días era la noche de Navidad. Tuvimos la cena en la terraza junto a todos los demás viajeros. Prometieron asado, pero mas bien fueron verduras asadas. Pablo tuvo la mala suerte de solo obtener una cebolla asada, yo me burlé de él mientras atacaba uno de los pocos huesitos de asado que como buena afortunada, había conseguido. Los demás alimentos de la parrilla volaron al poco tiempo, pero sí había alcohol, y por demás. Nuestro preferido siempre fue el tequila, y nuestra mejor idea era siempre aportar con la botella más exótica que se pudiera conseguir en algún mercadito de barrio. Luego de las 00:00 brindamos y ya estábamos todos un poco mas jocosos. Un grupo de chicos de buen bronceado trataban de ligar unas chicas lindas, un chico grandote de rastas peló unos bongos y algunos otros empezaron a entonar canciones, algunos daban vueltas hurgando si había restos de comida, y otros no se alejaban de la sangría y se vertían el líquido en sus vasos continuamente. El Chileno, un amigo que habíamos hecho, estaba feliz como un niño. Me acomodé en un sillón con S y me perdí del resto de la fiesta. Los sonidos se alejaron y quedé cautivada con ella el resto de la noche. Recuerdo la sensación, pero no recuerdo la charla. ¿Te pasó?

Otra noche merodeando por los pasillos me encontré a S, pelamos una botella de alcohol, creo que era whiskey, y la verdad creo que esa botella había salido de debajo de la tierra. El alcohol es así de mágico, aparece cuando tiene que aparecer. Y también desaparece, por acto de magia, no sabemos cómo ni cuándo, y luego lo negamos. “Pero… ¿cuándo me tomé esa petaca de tequila? ¿Yo? Jamás”. Pablo dormía esa noche y con S nos fuimos a caminar por la city, que esa noche estaba más negra que nunca, y sabía que pronto no la vería más a ella.

No sé qué hacía S de día, nunca la veía, si bien yo me la pasaba paseando de aquí para allá. A veces la veía por los pasillos hablando con otra gente, venía, me saludaba, nos quedábamos charlando y luego se esfumaba de mi vida.

Pronto S partió. No la pude ver, pero me mandó un mensaje de despedida. Creo que fue mejor así. Por la tardé me quedé arrojada en la playa junto a Pablo. Abatida, escuchaba los chistes de Pablo sin darle mucha importancia. Recordábamos a una vieja amiga, pero no podía enfocar bien mis pensamientos. Prometí "recuperarme" y esa noche salimos de parranda con Pablo y El chileno, con quien armábamos planes locos para cuando visitara Buenos Aires. Me acuerdo de él y rememoro sus mejores trucos para comer gratis en todos lados. Un erudito de la supervivencia. Un poco rata también. 

Después del viaje comenzamos una seguidilla de intercambio de correos electrónicos con S. Nos mandábamos en promedio uno o dos mails mensualmente y nos contábamos absolutamente todo, siempre acompañado de alguna recomendación de alguna canción. Los mensajes duraron un par de años, no sé cómo, pero en algún momento, murieron. No sé quién tomó la decisión de cortar el intercambio, si ella o yo. Lo único que tengo de S es una foto con la cara pintada que le hicimos mientras dormía, una simple bromita de Navidad. Y el recuerdo, siempre el recuerdo.  

martes, 31 de marzo de 2020

Paso a contar un sueño reciente:
Vuelvo de noche a casa donde actualmente convivo con mi vieja. No sé de dónde vengo, no sé por qué me fui, no sé por qué la noche es más oscura que otras noches de otros años mejores. A medida que me acerco, (aún faltan algunas cuadras), me percato de la rebelión que se escoce en las calles. La gente aúlla y corre alborotada. Se apiñan en las puertas de los locales cerrados bajo 20 candados y en las casas para entrar y saquear. Cualquier desprevenido es bienvenido en la jungla para arrebatarle el alma y el dinero. Algunas fogaratas flamean en las esquinas a modo de banderas izándose, solo falta el himno nacional para acompañarlas. Un cuadro popular tan contemporáneo y tan antiguo al mismo tiempo. Porque en el caos reside nuestra esencia, y es quien mejor nos representa. Yo me camuflo lo mejor que puedo, y porque conozco el arte de pasar desapercibida, si más de la mitad de mi vida lo he hecho. Me encuentro repentinamente con alguien, quien resulta ser mi viejo ya fallecido. Cáncer, neumonía, un bicho microscópico que te escupe en la cara y se te mete en el cuerpo con ansias de devorar. Y la eterna frase a cargo de la enfermera en la última noche en el hospital que repercute en mi cabeza “Es como una velita… Se consume”.
Se me escurren las palabras y se van como si alguien me las hubiera soplado de la cabeza. Atino a saludarlo, o murmurar algo. Sin embargo, él parece no tener mucho tiempo, y se precipita al hablar. Me dice que vuelva a casa YA, que mi madre me está esperando y que me necesita. ¿Cómo pude haberla dejado sola en medio de esta rebelión que cercena nuestras calles, nuestro barrio? No lo comprendo. Y caigo en cuenta. Recuerdo la cuarentena que nos rodea actualmente. Recuerdo el caos que nos subleva. El sabor a pandemia y paranoia, ese horizonte de desdicha que nos deja aletargados. Recuerdo que debo volver rápido porque mi vieja no es mi viejo, y ella sí pide ayuda. Él solo la sigue cuidando como en vida, con las pocas herramientas que ahora tiene donde sea que esté. Así muchas veces pienso que extraño más a mi papá para mi mamá, que a mi papá para mí.
Le pido que me acompañe en el camino, que tengo miedo, y fundamentalmente que vuelva a casa, que iba a ser una gran sorpresa para mi vieja. Me responde que sí y emprendemos el camino esquivando al gentío. Los rebeldes se diluyen en el tiempo, mis pies se desprenden del asfalto, el humo del fuego no me envuelve. El rugir del pueblo ya no me aturde. Una ráfaga de sensaciones me invade el cuerpo. Cuando estamos por llegar, se abultan algunas personas cerca de la entrada de mi casa, por lo que entre los dos empezamos a los empujones abriendo camino y evitando que la anarquía nos devore. Un cuerpo, otro, un grito, estamos tan cerca y todo puede volver a ser como antes. Abro la puerta y me deslizo adentro de la casa, le digo que también entre mientras sostengo fuertemente la puerta. Sin embargo, él decide quedarse del lado de afuera, apretujado entre los subversivos, y me dice que no puede, que ya no puede volver. Me había mentido entonces, solo me había acompañado a casa, mas no iba a volver. Me ordena que cierre la puerta. Comprendo que tiene razón y que no puedo resolverlo de otra manera. Sin pensarlo, le grito “¡te amo!", y me responde de la misma manera mientras lo miro y cierro la puerta.
El sueño termina y a pesar de lo alarmante del mismo me siento tranquila, porque siento que no es la última vez que veo a mi viejo. En cuanto al caos, no me sorprende, es parte de todos. Nos reciclamos y seguimos para adelante. 

sábado, 7 de septiembre de 2019


Encontrábame un día volviendo del pueblo Uribelarrea, bien conocido por su picada y su cerveza artesanal. De la cerveza no puedo decir nada, pero de la picada puedo afirmar que es exquisita. Volvía del paseo en un colectivo de media distancia en un desvencijado asiento y adelante mío había un nene y una nena de aproximadamente 10 o 12 años. No sé si viajaban solos o bajo la mirada vigilante y distanciada de un adulto. Eran chicos del pueblo. Me empezó a llamar la atención el trato tan especial que tenían entre sí y comencé a anotar algunas frases curiosas en mi celular. Lamento que dicho celular se me haya roto así que no puedo recordar nada de lo escuchado. Mas puedo rememorar sus gestos y la dulce intimidad en que estaban inmiscuidos. Olvidando el mundo exterior, olvidando el camino polvoriento que el bondi recorría; los chicos reían, se hacían cosquillas y bromeaban. Estaba escrito el amor. Se desprendía por los poros de sus pequeños cuerpos. Pero un amor sano y pueril, el amor que improvisa, que se asoma y que aún desconoce su significado. Ese que la mayoría de los adultos olvidan que existe o lo miran con recelo.
Empezamos a crecer cuando el corazón y el cuerpo comienzan a doler. Luego somos adultos y nadie nos garantiza el amor. No creemos en él porque estamos decepcionados. Nos volvemos burdos y aburridos, resentidos y con miedo de volver a confiar. Pero hay ciertos casos o etapas que…
El amor se percibe y se huele. Hay algo en el semblante de la persona que toma otro color y que no se ve en otros momentos de la vida. La mirada tiene otra luz, que brilla aun en la oscuridad, y la energía es implacable.  El silencio entre ambos es cómplice, las palabras calman, y el tacto es inevitable. Recuerdo otro momento que estaba en otro pueblo, San Antonio de Areco. Estaba en el “boliche de Bessonart” (es un bar muy antiguo, no un boliche) con mi novia en una mesita con vino y vermut de por medio. Había unos ventanales abiertos de par en par y afuera había una pareja muy peculiar, entre otras personas que preferían beber en la bulla de la calle en esa noche caliente. Esta pareja coqueteaba entre sí, fumaban e intercambian humo y luego se deslizaban en un vertiginoso beso. Y así continuamente. En un momento, ella entró y se acercó a la barra del bar a comprar más bebidas. Mientras le preparaban su pedido, la chica se apoyó en la barra y, fascinada, miraba a su chico afuera que sentado le daba la espalda y continuaba fumando. Se sonreía sola y se mordía los labios. No podía contener lo que le pasaba. Allí también lo percibí. Ella hubiera matado por él, pero más se hubiera matado a sí misma por él. Porque eso hubiera implicado llegar a los extremos de ese galopante y volcánico amor. Y alguien tenía que inmolarse por el otro.
Pero recuerdo otra situación más. Cierto día fui a un espectáculo de música con mis padres. En cierta canción, los músicos invitaron a la gente a que subiera al escenario a bailar. Al principio nadie se animaba, pero luego una parejita avanzó con las manos tomadas y, divertidos,  comenzaron a bailar. Enérgicos, improvisaron unos pasos y se dejaron llevar por las melodías y las letras que parecía les estaban destinadas. Logré sacarles una foto donde uno de ellos le tomaba la cara entre las manos al otro (chico y chica) y con la mirada le agradecía el estar compartiendo ambos un momento tan especial como ese. Aunque sospeché que estarían en su primer año de romance, no quitaba que se viera algo eterno.
Pero atesoro aún más otro amor.    Y no es mío propio, sino el de mis padres. No he conocido otro amor más evidente e indiscutible que ese. Y si bien los últimos tiempos fueron difíciles para ambos por sus respectivas enfermedades y marcas seniles, sus casi 50 años juntos son la prueba irrefutable de que el amor nace, se alimenta, se construye y perdura lo que queremos que perdure. Más que nada, debo reconocer aquí el amor de él hacia ella. Jamás lo vi salir a ningún lado si no iba con ella. Y no porque no haya sido una persona independiente. Sino porque no le nacía salir sin su compañía. Se desvivía por darle lo que necesitara y llevarla a pasear. Por cuidarla y hacerle sentir que nada malo pasaría, que no se enterara cuando algo malo y anómalo asomaba en la convivencia. Así como a una criatura, y capaz un poco reprochable, le entregó los mejores años de su vida y la cuidó y la amó hasta el hartazgo. Algunas veces los he visto bailar juntos y solos en el comedor de casa, otras veces los he visto abrazados en el living, o él con su cabeza depositada en el regazo de mi madre, y viendo una película. No existía un fin de semana en donde no fueran a pasear, a cenar afuera, a dar una simple caminata por el barrio, a recorrer cafeterías, a embellecer aún más esa relación. A pesar de estar rayando los 70 años, aún vivían como si tuvieran 25. Y lo hubieran hecho hasta los 100. Pienso que al morir él, lo que más habrá lamentado fue saber que la dejaba sola, y que eso no tenía remedio. Pero era inevitable.  
Después de experimentar el amor, el tiempo que se instala sigue siendo mágico. Y cuando alguien o algo nos arrebata eso, perdemos el hilo de la vida. Caemos porque es nuestro nefasto destino. No estamos preparados mentalmente para ese tipo de cosas. Volvemos a ser niños, porque estamos desorientados y desprotegidos. Entonces he aquí el cliché, de que el amor nos mata, pero también nos mantiene vivos, y hay que aprender a vivir, y morir, con eso. Es un ciclo que nos envuelve, nos patea, y no nos deja respirar. Lo más básico de la vida es lo más complejo. ¿Tan difícil es ser sencillo? El amor es un rompecabezas que de chicos empezamos a jugar con él, de jóvenes nos divierte, de adultos nos apasiona; y de viejos, la pieza más importante se pierde y sentimos que ya nunca podremos terminar de armarlo.  

miércoles, 5 de junio de 2019

Juan rondaba los 55 años, pisando los 60 tal vez. Un tipo alto y jovial, macanudo y charlatán. Era un compañero de laburo en una oficina. El vivía en Haedo o Ituzaingó, o en alguna de esas localidades atravesadas por la vía del tren. Se tomaba el Sarmiento, bajaba en la estación Morón y caminaba unas 25 cuadras para llegar a la oficina. Todos los días era lo mismo. Juan caminaba algo desgarbado, sin maleta ni mochila, fumando y con la mirada cabizbaja. Su aspecto al caminar no encajaba mucho con su forma de relacionarse con los demás. En su imagen había algo contradictorio. Entonces yo pensaba si Juan era realmente la persona que mostraba ser, o cuáles eran los problemas que lo aquejaban. ¿Quizá este trabajo lo agobiaba? Curtía la onda de rock de los 60s y 70s pero te escuchaba todo tipo de música. Una vez me recomendó las cuatro estaciones de Vivalvi, si bien yo ya lo conocía, acepté su sugerencia. Otra vez le llevé una listita con canciones de variados estilos que le aconsejaba escuchar. La había confeccionado cuidadosamente la noche anterior. Es probable que hoy en día no eligiera las mismas canciones, pero tampoco recuerdo bien cuáles eran. Juan siempre era puntual para el ingreso al trabajo, y de hecho jamás se iba más temprano. Yo llegaba, y él estaba; yo me iba, y él quedaba. No recuerdo haberlo visto comer alguna vez a la hora del mediodía. Muy distinto de mí, que necesito las cuatro comidas del día y hasta agregaría algunas más. Pero para él, el mate no faltaba y estaba presente en cualquier momento de la jornada laboral. Tampoco los puchos, los cuales fumaba en el pasillo/balcón y desde allí le hacía chistes a los empleados que hacían trabajo externo. Desde mi oficina siempre se escuchaba su voz resonante cuando hablaba por teléfono con los clientes. De hecho su grave vozarrón resaltaba por sobre las voces de los demás empleados. En su juventud las había vivido todas, según sus propias palabras. Liberación sexual, tríos, cuartetos, ¿sado?, infidelidades, drogas de todos los colores, y vaya uno a saber qué más. De todo eso, estaba orgulloso. No sé si me contaba estas cosas a modo de sugerencia, o solo para rememorar sus mas gratos y pícaros recuerdos. Para la resaca me recomendó tomar whiskey con leche. Cierta mañana que llegaba a mi casa después de una movida noche, no tuve mejor idea que prepararme ese brebaje y lanzarlo todo después del primer sorbo. Juan tenía esposa con la que convivía, la bruja, y un hijo que giraba por el mundo a causa del laburo. Al hablar de la bruja, me podía imaginar una mujer voluminosa, chismosa y mandona. Al estilo Tremebunda, personaje de historieta. Pero capaz era una mujer menudita, de trato afable y que hacía yoga por las tardes. Su hijo trabajaba en algo relacionado con los torneos internacionales de fútbol y los sponsors. No sé bien cuál era su labor pero básicamente siempre estaba en la Copa Mundial, los juegos olímpicos y cosas por el estilo. Un trabajo soñado digamos. Viajaba y vivía con su novia, y hasta ese momento se encontraban en unas playas de Chipre. Tenían un bebé, al que Juan aún no lo había visto personalmente, sino solo por Internet,y con eso debía conformarse. Juan laburaba todo el día, y estaba juntando plata para pagarle un viaje a su mujer y viajara a Chipre a ver a su hijo y a su nieto. Un día dejé de trabajar en esa oficina y no supe más de Juan y su voz sonora. 
Cierta vez lo vi caminando por la calle. Él no me vio. No sé si seguirá en el mismo laburo. Con el pucho en la mano y casi arrastrando los pies, me figuro que irá pensando en Chipre, su hijo, la bruja, y el nieto que aún no había podido conocer. 
Estoy caminando por la calle Arieta con mi amiga Andy, en San Justo. Es de noche. Nos dirigimos a la parada del 55, todo indica que nos vamos, una vez más, y como en memorables y viejas épocas a la fiesta Jolie. Seguramente es un día miércoles, y las calles se encuentran relativamente desiertas. En eso, Andy me indica que continúe caminando que ya me alcanza 'Vos seguí'. Supongo que irá a comprar algo al kiosco. Sigo caminando hasta la parada esperando que el colectivo no aparezca mientras tanto. De repente se empieza a acumular gente en la parada. No sé de dónde salían, pero cada vez aparecían más personas (cosa poco habitual a esa hora en ese lugar). Y los colectivos comienzan a llegar uno detrás de otro, y de otro (cosa menos frecuente aún). Nuestra experiencia nos decía que el tiempo estimado allí era de aproximadamente 30 minutos de espera, posiblemente más. Pero somos jóvenes, y la noche está hecha para nosotras, y no queda otra que despilfarrar el dinero en el circuito lgtb de Buenos Aires, y buscar un amor que nos sea correspondido por unas pocas horas (o minutos, sea la mayoría de casos). Era una una noche más. Cortábamos la ajetreada semana como quien corta el whisky con agua, o como quien corta una dolorosa distancia con una llamada telefónica. Volviendo al relato, veo que llega el bendito colectivo y entre el gentío comienzo a gritar '¡Andy, Andy!'. Quizá ya esté por allí y simplemente no logro verla. Ya inquieta, busco con la mirada en dirección al kiosco y no la ubico. Varias personas abordan el vehículo entonces quizá gane algunos segundos más. '¡Andy!', luego la veo cerca de la puerta del bondi, entre el tumulto, a metros de distancia de mí. Incluso me da la ligera sensación de que está más alta, como si estuviera sobre un cajoncito, resaltando entre el bulto. Me mira, me sonríe y me dice '¡Estoy acá, gay!', a lo que le hago un gesto para que subamos y vernos arriba. Luego es mi turno de subir, y ya una vez en el bondi, la busco nuevamente y no la encuentro. Mi corazón pega un salto y caigo en cuenta que había muerto. Lloro desconsolada mientras me siento y el colectivo se pone en marcha. 
Esta escena en mi cabeza no es casualidad. Tres años atrás ya nos habíamos despedido. De manera similar pero más brutal. Esta vez es para siempre. 

martes, 10 de enero de 2017

En la orilla no se puede divisar la inmensidad de la cuestión, la peligrosidad. Todo parece tranquilo en el borde del precipicio, el problema es qué sucede cuando nos extendemos un paso más allá, a lo desconocido, a lo que no siempre queremos conocer. Así pues, ya no todo es lo mismo. Estamos tan lejos de eso, y tan cerca. Puedo dormir tranquila mientras no suceda, mientras no me extienda. Mientras mire la vastedad expandirse, duplicarse; y yo, sin mayores preocupaciones, imperturbable, no atravieso ningún límite. Me quedo de este lado, palpitando lo que puede ser y lo que no. Si no me inquieto, no tengo por qué preocuparme. Si desespero, si me desborda la incertidumbre, la angustia; caigo. Así, me bañan delicadamente las primeras gotas de mar. Es reconfortante, es un murmullo que te acaricia la piel, que te lame el alma. Hundo mis pies en la arena y me animo a un poco más. Asaz abstraída me encuentro en mis pensamientos. Me dejo llevar por un puñado de recuerdos distorsionados, atizando el pasado que no se borra siquiera con agua. Lo importante es desechar los residuos. Buscarle una nueva cara a las cosas. Y la sal del mar, sí, obviamente se encargan de hacer lo suyo con las heridas. Por delante, cielo y mar. Atrás, no lo sé. Me pierdo, como enésimas veces me perdí en las calles solitarias por la madrugada, en los beats de algún antro a las 4 am, en la locura atronadora y en una pasión arrolladora, esa que te desangra sintiéndote cada vez más vulnerable y pequeño. Y más pequeños somos, más nos ahogamos, menos lo comprendemos. Más intentamos vanamente estirar la mano. Y a veces perdemos el control de las cosas. Y las cosas nos superan, se nos escurren de las manos. Ya no sé cuánto tiempo llevo aquí ni por qué. Pero siempre queremos más. Somos entes desbordantes de ambición, de deseo, de querer penetrar lo oscuro y lo ignoto. No nos conforma con pisotear solo el borde y admirar al horizonte. Queremos tocar el horizonte, y probar el caos. Pero cuando menos lo esperamos, la vida nos pone una trampa. Y va una ola, y otra. Y otra que se cierne con más fuerza sobre mi cuerpo. Una fuerza indómita me empieza a arrastrar contra mi voluntad. Lo que parecía un juego, se convierte en trabajo. Lo que parecía un momento de sosiego, es un momento de preocupación. Y la confusión empieza a florecer, dejando de lado a la razón. ¿Está esto realmente ocurriendo? Las olas me empiezan a tragar, cual bestia gigante a un pequeño ser vivo e insignificante. Solo atino a mirar el cielo plomizo y uniforme, que parece acercarse más y más. Me aplasta. Y nunca me sentí más sola. Ahora necesito que alguien me socorra, como mil veces antes lo necesité. Y no grito, como mil veces antes tampoco grité. Solo espero, porque aún hay tiempo. ¿Cuánto? Y espero una persona, no cualquiera. ¿Acaso le confiamos nuestra vida a una sola persona? Tan terca y obstinada puedo llegar a ser. ¿De dónde nacen las fuerzas cuando ya las creíamos perdidas? ¿Cómo podemos volver a nacer cuando ya estamos perdidos? Mis temores nunca fueron tan vivaces como en este momento. Me hundo, voy encontrándome cara a cara con ese horizonte que creía tan remoto. Me expongo a lo inevitable. Me entrego, porque no conozco otra alternativa. Porque finalmente pierdo la esperanza, o porque realmente nunca la encontré. Y me estoy quedando sin tiempo, que es lo único que tenía. Pero cuando ya todo parece perdido, percibo una figura acercarse. Descubrirla me turba, y me deja pasmada. No es quien esperaba. Y me decepciona verme a mí misma, convertida en otra, acercándose hacia mí. Mi fiel reflejo. Me entumece el corazón comprender esta situación. Ella, que no es más que yo, avanza ávidamente por el agua, sin mayores problemas. Me siento un objeto de burla, y traicionada. Ella, que no es más que yo, tiene los ojos vidriosos, y el semblante despreocupado. Me repela verla así, tan serena, mientras yo me debato entre el más acá y el más allá. Incluso la veo más joven, de lo que realmente soy; y posiblemente, ésto me repele más. Es una criatura repulsiva, que nunca llegué a comprender realmente. No la quiero acá, y sin embargo, es la única que me puede salvar. “¡Sos vos!” atino a decir (si es que realmente palabras salen de mi boca). “Nos vamos a salvar, ¿no?” pregunto. “No”, me responde categóricamente mi figura duplicada. Me sobrecoge una explosión de desazón, porque, cierto es, yo no me quiero morir. Y cierto es, yo nunca hice nada por mí, ¿por qué esperar algo diferente de ella? Si tan solo pudiera persuadirla de que haga algo, que por lo menos lo intente, pero estamos las dos tan perdidas, tan distantes entre sí. Ella, con algunos años menos que yo, también está decepcionada de mí. Lo leo en su rostro. Yo, que la creía olvidada, su presencia me arrolla con ímpetu y me doblega a los recuerdos. Me urge la disonante necesidad de tocarla y decirle que lamento haberle fallado. También, quiero cobijarme bajo ella. Merezco su lástima, su pena, su desdén. Merezco lo que tengo porque lo busqué. Pero ella no merece esto. Ella rezuma sueños por los ojos, entiende poco de la vida pero precisa enlodarse en su tempestuosa magnitud. Sin pensarlo, me aferré a su mano, y me sentí en paz por primera vez en mi vida (curiosamente en el final de la vida misma).
Y mi cuerpo entero cedió a las olas. 

miércoles, 6 de abril de 2016


Anoche fui a la ópera. Y esa quizá no es la parte más relevante de esta pequeña historia. Antes de entrar a la función, me encontré con mi acompañante, y ambas nos dispusimos a fumar algo de flores que yo tenía. Por lo general, no soy la que aporto, pero ésta era una excepción. Tengo que reconocer que fue fuerte y me pegó con celeridad. Al rato me sentía bastante atontada y creo que este efecto duró bastante, me sentía torpe en cada uno de mis movimientos. En finas palabras, pelotuda. Cuando comenzó la función, los primeros minutos eran instrumentales, y desde mi ubicación, podía divisar a la orquesta en la fosa. Yo estaba excitada por la música, algo fuerte se desbordaba en mi interior, me encantaba, quería más. Luego los actores salieron a escena, y estaba fascinada con las interpretaciones, las canciones, todo el conjunto en sí. Pero luego me empecé a dispersar bastante, y me costaba enfocar toda mi atención allí. Flasheaba mucho. Y por alguna inaudita razón, algo de la escenografía, no sé si las luces o qué, me despertó un pequeño recuerdo que no recordaba tener. Una nimiedad. Pero recordé que de chica yo iba a un colegio de monjas, y cada semana teníamos que asistir a la iglesia del colegio. En mi vida, había olvidado completamente el detalle de la iglesia. En parte, me agradaba, y por otra parte lo odiaba. Pero siempre me lo tomaba muy en serio todo este circo que la gente católica monta con gran vehemencia. En la iglesia, me dedicaba a rezar y nunca me distraía con mis compañeros y/o amiguitas. Me aislaba completamente. Supongo que estaba muy dedicada a Dios, y a todas estas figurillas inmaculadas. Pero por ejemplo, odiaba la confesión. ¿De qué se puede confesar un/a niño/a de 8 años? Y aunque me veía compelida a hacerlo, luego nuevamente me sentía pecadora otra vez. Yo no recuerdo cuáles eran mis terribles e imperdonables pecados. O sí. ¿Cuáles habrán sido los pecados de mi mejor amiga? Que dicho sea de paso, hace poco la vi por la calle, (ella no a mí), y me dejó un poco impactada haberla visto tan grande, tan mayor. Habernos cruzado por la calle sin mediar contacto alguno, y pensar que de pequeñas, nos confesábamos ambas en esa misma iglesia,y posteriormente salíamos a corretear por el patio olvidándonos de este gran señor redentor y todopoderoso. ¿Qué tiene que ver esto con la ópera? No tengo idea.

A la salida de la obra, llovía incesantemente, pero de esas lluvias que en lo particular no me molestan, y hasta a veces anhelo. Mi compañera me abandonó raudamente, y yo partí a casa. Llegué y tuve un sueño. En el sueño, tenía la misma sensación de haber asistido esa noche a la ópera. Aunque no estaba con esta muchacha, pero sí con un grupo de mujeres de indefinidas edades. Todas hablaban con la típica algarabía de quienes recientemente acudieron conjuntamente a un show y comparten comentarios sobre el mismo. Yo estaba con este llamativo grupo, pero poco me importaban sus comentarios. Estábamos ya alejadas del teatro, de hecho en algún lugar que parecía ser tipo el “post-show”. Pero era todo muy oscuro y lúgubre. Contrastaba con la alegría de las presentes. Allí había dos grandes casas desvencijadas. Un gran patio adornaba la parte delantera, y otro gran patio se extendía entre medio de ambas casas. Es decir, que una estaba detrás de la otra, para ser precisa. Pero todo allí era muy oscuro, incluso dentro de las instalaciones. Los cuartos eran muy espaciosos y de techos altos, y la madera crujía constantemente. Por alguna, nuevamente, inaudita razón; yo tenía que pasar la noche en una de esas casas. No sé si a modo de experimento o de seguridad, no lo sé. Tampoco quería hacerlo pero tenía que hacerlo. Tenía miedo. Y a mi disposición, solo contaba con una linterna que lanzaba una débil luz con la poca fuerza que le quedaba. Pregunté a las mujeres si alguna más se quedaba allí esa noche, pero ninguna quería. Lo cual me entristecía y me decepcionaba mucho. Pero definitivamente no quería estar en esa casa donde se escuchaba el fuerte rugir del viento, donde el frío penetraba por cualquier rendija existente; donde tenía que, de alguna manera, estar muy pendiente de la otra casa también. Donde seguramente no iba a poder dormir. 

¿Por qué escribo sobre ésto? Porque ya son las 05.18 am (ahora realmente son las 06.00) y no puedo conciliar nuevamente el sueño, y no tengo idea por qué esta situación generó este impacto en mí. Creo entender mi sueño, creo entender algunas conexiones expuestas, y no tan expuestas aquí; y sin embargo, no sé en qué parte de la historia encajaría la parte de la ópera. 

lunes, 26 de enero de 2015

Paseaba por el mercado de antigüedades de San Telmo, ansiando encontrarme una persona de mi pasado. Soy una romántica, y una ilusa. Salí de ahí buscando dónde almorzar. Entré en un restaurante desprovisto de nombre, o nunca lo vi. Lo que me atrajo fue la fachada antigua del exterior, yo caminaba por la vereda de en frente. Yo no elijo los lugares, los lugares me eligen a mí. En cuanto a los bares y restaurantes, me gustan con menos tecnologías y más historias para contar. No es que sea una histérica para elegir lugares (sí lo soy), pero los prefiero con el aroma a perdido en el tiempo, que albergue nostalgia, que te invite a pasar no importa cómo seas/quién seas/qué tan solo estés.
Ya adentro, se dejaba escuchar una radio de tango. Sabía que era mi lugar definitivamente. No había nadie comiendo, solo dos señoras en una mesa que llevaban las cuentas del local. Me senté y ordené la comida. Almorcé mirando por la ventana, el ajetreo del laburante, el paso apresurado bajo el choque de paraguas, cómo la gente se apiñaba para subir a los bondis. Tenía un mal día. Afuera seguía lloviendo copiosamente. Al rato percibí una nueva presencia en la mesita contigua. Miré, y era la chica más linda que podría haber encontrado ese día, esa semana, y no sé por qué cuánto tiempo más. Ella también estaba sola. Se pidió unos ravioles, y un vino. No, no tomó agua, ni gaseosa ni nada de eso. Se pidió un vino. Y no aparentaba pasar los 25 años. Estaba desarreglada, tenía un acento extranjero, y nunca dejó de leer el libro que llevaba. Su plan era leer almorzando en un lugar así de solitario. Ella era una romántica, y yo una ilusa. Me enamoré. Y perdí el apetito. Pero me arregló el día. Afortunadamente existen chicas así, que la vida se encarga de esconderlas estratégicamente para que nunca las encuentre. Me dieron ganas de invitarle el vino, de preguntarle por cuál página iba, qué es lo primero que hace al despertar y en qué piensa al irse a dormir. Pensé en mil cosas para entablar una charla, pero me abstuve. Así se sugestiona la persona tímida. Seguro que ella buscaba estar sola.  A medida que ella avanza sus hojas, incrementa mis ganas de conocerla. No llegues al final del libro, porque podría perderte, y perderme. Si volviera la semana que viene, mismo día, mismo horario, ¿estará ella? Soy una ilusa, y una soñadora. Pero me gusta soñar.


Anoche (texto escrito en diferentes días) pasé por aquel lugar. Fue inconsciente. El destino te hace caminar sin las coordenadas preestablecidas. Reconocí el bar cuando pasaba frente a una de sus ventanas abiertas de par en par, permitiendo a todo aquel que deambulaba por la vereda sentirse parte del festín. Estaba atestado de gente, y el alboroto que desbordaba para la calle. Las viejas ya no estaban, ni la vieja que se había sentado en mi mesa para cobrarme y preguntarme si el precio me parecía correcto. El cocinero era otro, y eran más. ¿Era éste el mismo lugar? Ese que compartí de manera tácita un viernes lluvioso por la tarde, con una desconocida, con un vino, un libro, la incompatibilidad del trajín del mundo exterior con nuestro almuerzo tranquilo en el interior del bar. Me quedo con la intriga de saber qué tanto faltaba para el final de su libro, qué tanto para el mío.  



martes, 28 de octubre de 2014

Yo tenía novia, y ella estaba disponible. Yo estaba emocionalmente estable, y ella acarreaba dolores. Yo tenía 21; y ella, 17. Pero a mí me gustaba The Cranberries, y ella también. Yo alguna vez me había robado el disco, y ella recién los conocía. Algo nos unía. Algún enlace había entre mis impulsos delictivos y su afán de conocer buena música. Ambas estábamos enamoradas del mismo disco. Ambas nos enamoramos mutuamente. 

Hace poco alguien me preguntó sobre ésto, algo le conté, luego llegué a casa y reformulé la historia para contarla acá.
Ambas estábamos iniciando el curso de ingreso de la universidad. Creo que no llevábamos ni una semana de cursar. No estábamos en el mismo aula, ni en la misma carrera, y solo nos dividía una pared. No estábamos buscando nada y sin embargo nos estábamos buscando. Capaz que simplemente no nos teníamos que conocer. Así y todo, nos conocimos en un momento en que realmente no nos necesitábamos y éramos tan inmaduras (y se sostiene en el tiempo, en mi caso); si nos hubiéramos conocido ahora seguramente las cosas hubieran tomado otro rumbo totalmente distinto. Aunque es probable que no nos hubiéramos gustado. Sin embargo, y ahora caigo... ahora tampoco nos necesitamos.

Ese día estaba yo en el receso, merodeando en los pasillos, forzando inútilmente una charla con una compañera que apenas me daba la hora. Me aburría sobremanera. Me distrajo la chica que estaba sentada sola cercana a nosotras. Apenas podía oír lo que se me decía. Ella estaba escuchando música con sus auriculares, y tenía una campera negra que aún recuerdo. No sé qué fue pero algo me atrajo de ella instantáneamente, y apenas si la estaba mirando. Fue la atracción ineludible de un imán. Sé que ella de cierta manera estaba escuchando la conversación insustancial que mantenía con mi compañera. De forma inconsciente, traté de llamar su atención, y lo logré. De un segundo a otro, se había sacado sus auriculares y me estaba hablando. En dos minutos de conversación, ya teníamos cosas en común y ya habíamos quedado en vernos el domingo siguiente. No sé qué fue eso, pero puedo jurar que nunca estuve tan segura de que eso no moría ahí. No agendamos números de celular, no nos pedimos ningún otro medio de contacto, creo que ni siquiera sabía su nombre, nadie se aprende su nombre tan fácilmente. Solo ya sabíamos que el domingo nos íbamos a ver, y era un hecho. No pactamos ni siquiera horario ni lugar fijo de encuentro. No hacía falta nada de eso. Ya no iba a existir esa pared que se interponía en el medio de ambas. Simplemente ella sabía donde iba a encontrarme, y me encontró. Estábamos escribiendo el principio de una historia, y las historias nunca terminan bien. No las reales.

Nunca estuve tan segura en la vida como cuando estaba con ella. Con ella sabía dar un sí, sabía dónde estaba parada y sabía a dónde me dirigía. No tenía que dudar. Ahora dudo de todo, hasta de mí misma. Dudo cuando camino, cuando me miro al espejo, dudo del pasado, de todo lo que me dijo, y dudo que hayamos podido estar juntas. Dudo de cuánto nos soportamos actualmente al estar ambas en una misma habitación. Dudo cada vez que la despido, y pienso si esa será la última vez en vernos. Dudo de cuál es la forma adecuada para despedirla por si eso pasa, y un miedo agudo me perfora el cerebro si lo sigo pensando. Si la abrazara, podría morir; y no quiero que ella se ría de mí.

A las dos semanas, estábamos en un antro de mala muerte y nuestro primer beso se deslizó entre tequilas y un sillón todo rotoso. Porque con un tequila, nunca nada malo puede pasar. O a veces, todo lo contrario. Creo que conservo una foto de esa noche, de un beso nuestro, de alguien que nos sacó sin nuestro consentimiento. Por ella yo empecé a tomar. Yo no era así, ahora soy un desastre. El domingo volví de una fiesta, terminé en el aeropuerto y me di cuenta que tenía una botella de ron entre mis cosas. Canté karaoke como una loca y conocí una chica que me contó estar acomplejada con su cuerpo y que se sentía como un chico gay. Me voy de tema porque ya no quiero recordarla, o porque ya no me importa. Como sea, hoy casi ya no puedo tomar tequila como antes. No sé si es por culpa de los estragos que ha hecho el tequila en mí, o los estragos que hizo ella, en mí.

domingo, 15 de junio de 2014



Soy la versión pobre de mí, la peor versión. No puedo encontrar luz cuando las ventanas están cerradas y selladas. A veces espero que alguien las abra de afuera, pero lo lógico sería que yo las abra por dentro. Me siento como un objeto lleno de polvo, olvidado en un rincón de una estantería, donde la luz y las miradas a duras penas llegan. ¿Por qué sentirme desorientada, desgarrada por dentro? No quiero desangrarme del todo, sin que valga la pena. Tengo tanto para dar, pero nadie está lo suficientemente cerca. Conozco tanta gente, y al mismo tiempo creo que nadie me conoce. Puede ser desesperanzador conocer sin Conocer. Sin embargo, a veces tengo ligeros ataques de felicidad, que valen por toda la semana. Y muchas veces siento amor por pequeñas cosas, cotidianas, propias y ajenas, cuando noto la calidez con que la vida deja huellas. Que es el aroma de la vida, que se palpa y se respira. Parece básico todo esto, pero si no detectamos la belleza en pequeños actos, en los detalles, es difícil esperar solo los grandes acontecimientos. ¿Es loco lo que digo? ¿Es raro sentirme aislada cuando en realidad soy una más? El amor está ahí afuera esperándonos, y ronda todo el tiempo, gira porque no tiene otra que hacer y nos marea y será por eso que no logramos encontrarlo (ni encontrarnos). Todos somos un poco la peor versión de nosotros. Quiero pensar que las personas tienen más para dar, no me gusta decepcionarme tanto de ellas. Uno tiende a recorrer las calles con cierta indiferencia, a menudo con miedo, pareciera que solo tenemos ojos para lo negativo, la violencia que se genera en ellas. Pero nunca pensamos en lo demás, que hay algo más que palpita en cada rincón de la ciudad (hablo de ciudad porque es donde vivo). En que las personas están hechas de amor, y son ellas la que recorren las calles también, las que pasan a tu lado, las que te cruzan. Que son como vos, que nadie está carente de sensaciones. Que van con un sueño en la cabeza, que sus pasos son guiados por sus pasiones, que van enceguecidos por el amor. ¿Por qué caminar sobre asfalto si podemos hacerlo sobre nubes? Sería lindo poder hacer contacto visual con extraños, sin sentirse avergonzado o raro, detectar si llevan ese brillo particular en sus ojos, compartirlo, sin necesidad de intercambiar palabras. Lo que importan son los sentimientos, y no tanto sus nombres. Saber si su día está hecho de magia, o compartir la nuestra. Porque todos llevamos un poco de ella en los bolsillos pero no siempre queremos sacar las manos de ahí.

Tengo pequeños y ligeros ataques de felicidad, y tranquilidad. Éste puede ser uno. Saber que papá y mamá descansan en su casa, que mi gata duerme sobre mis piernas, que la música que escucho refleja mis pensamientos, mis deseos, que escribo ahora porque tengo ganas, porque tengo algo que decir, porque rebalso de sueños y no me soporto.

Me muero de amor, y no es por nadie específico. No tiene por qué serlo. 

domingo, 30 de marzo de 2014



Una vez conocí a una chica. En virtud de mi depresión de esos viejos días, pensé que iba a ser una buena forma de escapar a lo que me afectaba. A pesar de que la conocí poco y nada, cada tanto la recuerdo, admito que obtuve algunas cosas positivas de ella, de cierta forma “la admiré”. Incluso empecé a escribir este blog gracias a esta chica (pero nunca le dediqué ni una línea porque no valía la pena).
Alguna vez la he buscado vanamente en una marcha lgtb, sin ninguna expectativa, busqué su ciervo en su pierna y no lo encontré. No hacía tanto calor ese día, y ella aparentemente al final llevaba pantalón largo, por eso nunca vi el tatuaje.

Otra noche, de efectivamente más calor, nos acomodamos en un sillón de cierto lugar oscuro, yo me senté tipo indio enfrentada a ella, y noté cómo su mano jugueteaba y se deslizaba por mi pierna. Me miraba un tanto desafiante y provocativamente. Después de un rato, las palabras se habían esfumado y mi cigarrillo se había consumido. Mientras que las últimas cenizas caían, la besé, antes de que el mundo se viniera abajo. Me gustaba cómo bailaba, me embriagaba con sus movimientos. Me atraía hasta lo indecible. Yo cerraba los ojos, pero sé que me estaba mirando también.

Percibía que su cabeza era una maraña de locuras incorregibles, más de lo que se veía a simple vista. Me hubiera gustado conocerla más, ahondar en sus pensamientos más recónditos. No me importaba si estaba de novia, enamorada o cualquiera fuera su situación sentimental; cuando me dijo que no me quería ver más, me acosté un rato en el suelo y le agradecí en silencio que me había hecho olvidar de la que tanto me dolía, por lo menos unos minutos. Ahora estaba preparada para lo siguiente.

domingo, 2 de febrero de 2014



Cuando era muy pequeña, tenía un círculo reducido de amistades, que no lo llegaban a conformar más que dos o tres niñas. Recuerdo ahora a una de ellas especialmente, que al ingresar al primer grado, con el miedo característico con el que se empieza, me senté sola y ella me preguntó si se podía sentar conmigo, lo cual accedí. Al sentarse me preguntó también si quería ser su amiga. No me gustaba ese tipo de preguntas en la niñez, pero de parte de ella, lo sentí natural, genuino, no impuesto; y me sentí inmediatamente bien. Son pocas las veces en la vida que siento esa comodidad al conocer a alguien. Desde ahí en adelante empezó una larga amistad (que cesó, inesperadamente, cuando cumplimos 15 años). Semanalmente nos visitábamos una a la otra, para pasar el día o el finde jugando. Algunos domingos frecuentábamos la casa de su abuela, donde se juntaban todo el resto de sus familiares. Su casa me gustaba porque me era cálida y tenía el toque antiguo que me fascina, que aún hoy día conservo la afición por las cosas antiguas. Supongo que ellos tenían sangre italiana, porque siempre se comía pastas los domingos al mediodía; muy diferente a la tradición en mi casa, que nos atracamos del buen asado argentino. Esas pastas caseras eran espectaculares, y mientras todos disfrutaban del almuerzo y de la charla, yo permanecía en silencio y comía todo lo que podía. Por eso afirmo solemnemente que yo disfrutaba más el banquete que el resto de los comensales. Aun soy un poco así (bastante). Luego por la tarde, con mi amiga nos entregábamos a perdernos por la casa, al juego pueril y a las risas. 
Como decía al principio, a los 14 años ya se iba deteriorando gradualmente el hilo de la amistad; y la última vez que tuvimos contacto, fue en una llamada telefónica que le hice al cumplir ella los 15 años de edad, para felicitarla por tal motivo. Creo que no sufrí dicha separación, estoy convencida de que es casi imposible conservar las mismas amistades toda la vida. Capaz me equivoco, pero me baso en experiencias. De más grande, me mudé y conseguí un trabajo. Fueron muchas las casualidades cuando me di cuenta de que mi lugar de trabajo era casi en frente de donde vivía mi amiga. A veces me asomaba por la ventana con intención de verla salir de su casa, pero nunca nada. Deambulando algunas veces por el barrio, también me percaté de que la casa de su abuela estaba por ahí (yo no recordaba que vivieran tan cerca). Cuando vi la casa, me sonaba muy familiar, (hasta ese momento, mi mente había borrado completamente los domingos que fielmente cuento acá). Me llevó un ratito abrir la caja de los recuerdos y reproducirlos, como cuando se desempolva un viejo vhs. Un tiempo después, me pareció cruzarme a mi amiga dos o tres veces por la calle; no puedo afirmar que haya sido ella, pero estoy casi segura de que lo era. No sé si ella me habrá reconocido también; pero en todo caso pasamos una al lado de la otra, como atesorando en caja fuerte una hermosa amistad de la niñez, con cierto miedo de abrirla y rajar lo que fue y lo que nunca más se es, de sentir la decepción de que se cambia y que no siempre el cambio se nos es para bien. No me hacía falta quebrar eso y conversar con ella, estoy feliz con lo que fue.

domingo, 1 de diciembre de 2013


Hoy es mi última noche escribiendo desde este departamento. La Ivana que escribe hoy dista mucho de ser la Ivana que se mudó acá junto a su pareja hace ya exactos dos años. En frente de este departamento, hay una plaza. Hace algunos años más, cuando empecé la facultad, conocí una chica con la que cursimente nos enamoramos. A la salida de cada cursada, solíamos pasar mucho tiempo juntas, y especialmente en esta plaza. No importaba el frío que corría aquel año (hizo demasiado frío), en aquel lugar encontrábamos alguna excusa para seguir algunas horas más una al lado de la otra, nos íbamos descubriendo mutuamente, algo ahí estaba germinando. Nunca pensé que luego de transcurrido un tiempo, íbamos a vivir justo en frente de esa plaza. Pero las casualidades de la vida, nos llevó a mudarnos acá. Con sueños, con amor, fuimos erigiendo un entrañable hogar que constituyó nuestro nido de amor. Instantáneamente dos integrantes más, dos gatos, se unieron a la familia. Lo que cosechó más unión, una luminosa alegría que nos envolvía cada día.
Lamentablemente, después de un tiempo, la magia se fue perdiendo. Fuimos labrando un destino que nos llevó por caminos separados. No supimos tomar las decisiones más acertadas. Lo que nos costó crear, lo supimos matar.
Yo seguí viviendo sola, en esta misma casa. Sentí morir mil veces en este lugar por su ausencia. Pero también maduré (algo), aprendí a seguir, a crecer, a valorar personas y cosas que tal vez antes no valoraba bien, a aceptar las cosas como son; sin embargo a veces tengo la convicción que no aprendí a vivir sin ella.
Después de que ella se fue, cada vez que salía a la calle, miraba la plaza y buscaba el motivo para cruzar por el medio, aun cuando a veces tenía que ir para el otro lado. Así la recuerdo a ella, en ese instante, en el máximo apogeo de nuestra relación; cuando en aquel invierno, genuinamente en nosotras emergía algo que se llamaba Amor.
Ahora finalmente se termina esta etapa. Entonces creo que ya no hay nada que me una a ella.
Ella representa más que una experiencia, es la viva imagen del gran amor ya extinto, es la fuerza de la vida, es la intensidad con la que se viven las cosas, con la que se avanza a cada paso, es una sonrisa en el tiempo.
Voy a extrañar ver esa plaza cada día.




domingo, 27 de octubre de 2013




Domingo alrededor de las 17 hr. Estaba fóbica en la calle con la gente en general, me cruzaba de vereda si era necesario, y sentía que mi ropa no era la más adecuada. Vuelvo a mi depto y me cambio. Elijo la bici para hacer todo más llevadero. Apenas salgo al barrio nuevamente, miro en dirección a la calle que cruza la vía del tren y me doy cuenta que no todo es normal. En el asfalto se empiezan a dibujar ondas, y los autos están navegando sobre estas olas plomizas. Decido tomar ese camino, y empiezo a pedalear. Me meto por cuadras semi vacías, detrás del cementerio, detrás de las fábricas, por lugares por donde nunca circulo. Por momentos, las calles se extienden y parecen no tener fin. Siento que pasan horas, cuando en realidad son minutos. Las veces que veo gente, evito mirarlos y trato de cambiar de camino. Detrás del cementerio, viene en contra mío un colectivo muy lentamente, presiento que los pasajeros se van a colgar de la ventana a verme circular sola por ahí, tal cual si fuera una estrella de cine, o más bien Cuasimodo que anda deambulando por estos pagos. Me detengo ante el portón de un galpón, donde un cartel me llama la atención: “¿Querés jugar? Llamá al xxxx-xxxx (número de teléfono)”. Sigo pedaleando, me pierdo, y siento que cada calle, cada lugar me empieza a hacer recordar algún episodio ya vivido. Unas personas queridas, y algunas que extraño, empiezan a desfilar por mis recuerdos que creía enterrados. Mi cabeza se empieza a abrir de una manera impresionante. Están cavando profundo en mi cerebro y yo lo permito. Me empiezo a conectar con la simpleza de un barrio, de los ruidos normales de un típico domingo a la tarde. Miro al cielo, y las nubes lanudas están engendrando figuras de todas las formas. Si estuviera en el pasto, quizá lo disfrutaría más. Pero desde acá, desde donde estaba, igual se veía hermoso. Habré estado algunos varios minutos admirando esto. Ojalá estuviera en otro lugar más bonito… Quiero retomar el camino por donde empecé, para volver a casa. Me acerco a una avenida y me atrapa el pánico de querer mandarme por ahí. Me lleva alrededor de 10 minutos el crearme un plan para entrar en este camino donde circula tanta gente, tantos autos. Cuando lo logro, a pocas cuadras me topo con una plazita. Mi idea es detenerme un  rato. Y por segunda vez me siento paranoica. Nadie lo oye, pero yo empiezo a escuchar una música demoníaca que viene de la calesita. Ni siquiera había música (creo), eran los sonidos propios de la calesita, que me empezaban a succionar la cabeza produciendo esta música endiablada. ¡Es increíble que nadie la oiga! Miro un chico sentado en un banco y veo cómo su cabeza adquiere formas inhumanas. Creo que todos me están mirando… La situación me amedrentó. Tengo la necesidad de escaparme, pero a esta altura ya estaba completamente atrapada en esta plaza, como en un callejón sin salida. Tengo como los pies atados a los pedales de la bici, y la bici encadenada a un poste. Cuando encuentro cómo irme, y antes de irme, miro por última vez la plaza, y no parece real, se me figura que es una pintura. No es la misma plaza que me cruzo a diario y nunca le doy bolilla. Arranco a toda velocidad, ya algo desesperada por llegar a casa. Llego a casa y ya son las 20 hr. Entro como si fuera que me persigue el diablo, y que al cerrar la puerta, dejo detrás de ella todo el mal del mundo. Una ola de calor me inunda el cuerpo. Está todo en plena oscuridad y la pc por suerte está prendida, tengo la urgente necesidad de hablar con alguien a la distancia. Uso la computadora y el celular pero no los puedo manipular bien. El celular se me escapa de las manos y el teclado de la pc se aleja todo el tiempo. Garabateo algunas palabras a mis amigos y noto que no es lo mejor que estoy haciendo. Quiero tranquilizarme, decido hacerlo, prendo la luz azul de mi cuarto y pongo música. Las paredes respiran, y presiento que de minuto a otro se van a derretir. Me acuesto en el piso, y por varias horas más me zambullo en otra dimensión. La música explota dentro de mí, muere en mí, y yo parezco nacer con cada melodía. No puedo creer que allá afuera haya otro mundo, y yo acá, perdida en la jungla de mis pensamientos, creando un inverosímil mundo paralelo, exudando imágenes e ideas delirantes de mi cabeza, desprendiéndome de la realidad. Se cierne sobre mí una paz indescriptible. Hago actividades como escribir en cuaderno, fumar, que me parecen exquisitas. Fumar un simple cigarrillo nunca fue más rico. El humo jugando con la luz azul al ritmo de los beats me parece alucinante. Juego con mis mascotas, y creo fielmente, ahora sí, que pueden captar todo el vasto amor que les tengo. No hay mejor lenguaje que el cuerpo. Y con él, podemos expresar todo el amor del mundo.

Hubo un momento en que opté por el silencio. Apagué todo, las luces también, y me acosté sobre la cama y presté atención. Soy parte de las conversaciones ajenas, de las discusiones, del estrepitoso motor de los autos, de la tele del vecino, de la respiración de mis gatas. El universo sigue adelante ineludiblemente, y yo lo quiero detener por un instante. Quiero adueñarme del mundo, u olvidarme de él.

Sin embargo, también, hay un momento en que el MUNDO entero se silencia. Y ese momento es mío.

Este tema es uno de los que más me cautivó bajo estos efectos siderales:


domingo, 1 de septiembre de 2013

Recuerdo un día en el verano cuando venía del Parque Rivadavia con una nueva adquisición en mi morral y sobre mi bici pedaleando por Avenida Alberdi. Me topé con unas cuadras donde festejaban una especie de carnaval y me metí un poco desubicada por el medio. Los chicos en su maldad pueril me bañaron de espuma, y yo reía y aceleraba y esquivaba en zigzag a las multitudes. A las cuadras el bullicio se fue apagando y mi ropa se fue secando. La gente ya no existía. Caí de nuevo en soledad y me di cuenta que la vida no es más que eso, retazos entrecortados e intensificados de felicidad, el resto de ella está paralizado. Vamos a toda velocidad, y solo hay momentos en el medio de júbilo inesperado. Y cuanto más rápido vamos, más rápido se extinguen esos momentos.

Recibí la llamada de la persona que más amé en la vida y me dijo que me iba a esperar en mi casa. Y aceleré con la bici. Fui a toda velocidad porque lo único que quería era llegar. Mi meta era esa. Ahí estaba mi felicidad. Me apuré para llegar a ella, y es así cómo ella también se extinguió.

Unas horas antes, ese mismo día, por la mañana, me encontraba en el piso de mi casa, acostada y simplemente pensando. Dormí, me desperté por la tarde, agarré la bici y me fui. Anduve por caminos que nunca había transitado. Me sentí muy sola ese día, más de lo usual. Tuve tiempo de pensar demasiado, y mi cabeza hizo click en varios niveles. Muchos domingos evoco las sensaciones que tuve ese domingo. Quizá no parezca nada especial expresado así en unas pocas líneas, pero lo fue para mí. Y eso basta.




lunes, 19 de agosto de 2013

A mí sí me interesa saber cuál es la casa con el frente más angosto de Buenos Aires, o por qué se deja un tarro de agua sobre la estufa; no sos la única que le gustan los bares y restaurantes “de viejo”, ni la única a la que le gustan las cajitas viejas de fósforos o los juegos de ingenio. Yo soy un poco de esas cosas también, me interesa. Nada de lo que hayas dicho me pareció una nimiedad, a pesar de mi gran poder de distracción al escuchar. Pero sí sos la única que usa odiosas poleras, la única que logró que me guste una canción de un género que jamás escucharía, la única que me cocinó a la luz de las velas, la única a la que le hubiera hecho una casa de chocolate, algún día, si es que se vislumbraba un poquito de futuro juntas. Con un poco más de tiempo, también hubieras logrado que me gustaran las cosas orientales.

No pensé que me ibas a gustar así, de hecho pensé erróneamente que podía controlar y enjaular mis sentimientos. Te juro que me cerré herméticamente porque no pensé que me ibas a dar tanta bola, y venía de sufrir bastante. No quería darte ese privilegio de pensarte por largos ratos, de ocupar mis sueños, de retratarte vagamente en mi mente; ojalá me hubiera contenido ante la idea de querer cederte el terreno que sentía vacío en mi interior. Estaba siendo indiferente en parte porque así lo quería, pero se me terminó escapando por algún hueco un deseo irreprimible de querer quererte; así como también creo que le erré al actuar y todo tomó un camino irreversible y lo único que me queda es arrastrar cierta culpa. Soy propensa a ser bastante sentimental y frágil, por eso suelo mostrar una coraza de hielo, cuando en realidad por dentro soy más cálida que la primavera. No quiero apabullarte, no quiero serte una molestia ya. Soy medio tarada, a veces es necesario que me peguen una piña. Mis errores tal vez no sean justificables, pero ya estoy yo para sentirme mal por ellos, y procuro mejorar diariamente. Siento desazón. Siento algo así como un par de patadas en el pecho, y me lo merezco después de todo.

En este momento tengo la imperiosa necesidad de verte, y de demostraste que quizá no me da tanta vergüenza caminar de la mano con otra chica por la calle (con vos obviamente). Pero no sé bien cuál es el límite adecuado de la insistencia como para no llegar a ser pesada, o debo ser perseverante  aún mientras así lo dicten mis sentimientos, no sé. Me parece un absurdo error que nos niegues un tiempo más para conocernos más y aprovecharlo mejor. Capaz ya te aburrió mi juego de compartir la canción que marca nuestro día a día. 

Sunlight Factory - The Long Goodbye: (no hay video en yt, lo podés escuchar igual)
http://www.stereomood.com/song/77857

Asaf Avidan - Different Pulses:



miércoles, 24 de julio de 2013

La verdad que si tuviera el poder de decidir que te murieras ahora mismo, no sé si lo pensaría dos veces. Me da cierto miedo mi respuesta. Siempre quise que las cosas te salgan bien, estoy harta de pensar así, ahora quiero que las cosas te salgan asquerosamente mal. Ya no me quiero apiadar de vos porque no vale la pena. No quiero sentir lástima por vos, no sin antes sentirla por mí. Sos la misma lacra que yo, de distintos lados, con otros nombres, otras identidades, sin embargo, no te salva nadie de lo que sos. Estamos a años luz de distancia, todo nos separa. Si pudiera quedarme de este lado del muro para siempre, lo haría. No quiero cruzarme más del otro lado por vos. No quiero enredarme con tu mierda. Quiero mantener la misma distancia que la vida bien nos supo imponer, no quiero quebrar leyes de la naturaleza buscando lo imposible por estar un segundo bien a tu lado. No hay ningún patrón razonable en la naturaleza que me indique que lo mejor sos vos. Ojalá así lo pueda entender alguna vez. Mentira, no sé si te deseo el mal, por lo menos no el peor mal del mundo, simplemente te quiero fuera de mi cabeza, no quiero que me enfermes más. Esto es lo que provocás en mí, sacás mi peor lado, y yo no soy así, creo no ser así. Es repulsivo sentirse así. Ya me ensucié demasiado la mente pensando en vos, no sé en cuánto tiempo se me puede reparar. No sé cómo lo podría hacer o si alguien podría hacerlo por mí. No te quiero odiar, no te quiero querer, quiero sencillamente que me seas indiferente. Que mirarte no provoque volver a mirarte, que no me incite a poner excusas para hablarte. Quiero mirarte como a una piedra, como a un pedazo de cartón, como a un cacho de mierda, no sé, como a algo tan insignificante que no me haga sentir absolutamente nada. 


sábado, 20 de abril de 2013


A punto de escapar (ahora). Siento que tengo la cabeza a medio renovar, estoy reciclando bocha de recuerdos. Me estoy liberando un poco de mí, del ser que me aferra fuertemente a ese cúmulo de recuerdos. Dejo de rolar, casi casi lo percibo, del otro lado me están tendiendo la mano. Ya no siento mi corazón latiendo como un tambor africano. No me voy a despertar como un trapito mojado en las madrugadas. No quiero un minuto de sosiego, quiero una noche completa de descanso. Las noches deben tomar otro rumbo, porque los días ya no son iguales, porque estoy pateando sentimientos y ya no quiero ser igual. Tengo que domar un poco este caballito, si ya me subí, no me puedo bajar. No tengo las ideas bien concretas, pero estoy más o menos encaminada (cada dos por tres me vuelvo a perder, es más el próximo “posteo” va a ser sobre eso, ya lo sé). Estuve mucho tiempo bailando con la mentira. Me sacudo la mierda que estuviste esparciendo libremente. Voy a saltar por sobre vos.




jueves, 4 de abril de 2013


Me gustaba cómo hacías cosquillas en mi alma. Te estoy dejando ir así como se aleja el tren. Si alguna vez me pedís que frene el tren, lo freno y me subo con vos. Dejame huir con vos.





Me alejo un poco de mi ciudad porque mis pesadillas me están asediando, necesito una bocanada de aire de otro lugar. El motor del tren echa a andar. Me gustaría también saber cuál es el motor interno de estos viajeros, qué es lo que los impulsa a viajar.  Por algunas escasas horas, estaremos compartiendo un pedacito de nuestras vidas, sin conocernos, y conociéndonos. Estoy yendo en clase turista, donde la mayoría de los pasajeros son personas humildes, mochileros, hippies. Todos llevan sueños pintados en los rostros. Había subestimado el tren y pensé que no iba a viajar del todo bien, pero descubrí que estuvo por encima de mis expectativas, y que es por de más, sencillo y bonito. Pero también, lo tenía en mi lista de cuentas pendientes y lo quería cumplir. Por la forma en que la luz solar proyecta dentro del tren, calculo que son las 11 am aproximadamente. Las paredes internas y los asientos son color chocolate, lo que, junto al sol, pareciera que el cuadro entero tiene un leve tono sepia. Estoy sentada ubicada junto al pasillo, cómodamente escuchando música. Me roza el ir y venir de la gente por el pasillo, generalmente con el termo bajo el brazo. Soy yo de las pocas raras que no toman mate. Cientos de minúsculos panaderos bailan vivamente alrededor. Creo que nadie repara en ellos, pero yo los veo, filtrándose por no sé dónde y ofreciéndome un espectáculo armonioso. Miro a mi amiga que duerme a mi lado recostada contra la ventana y veo otra multitud de mini-panaderos impregnados en su pelo. Un montón de recuerdos lindos emergen de mi cabeza. Soy tan dichosa de darme cuenta que este es un momento tan bonito y especial, que comparto conmigo mismo. Todo puede ser tan natural para algunos, que me gusta que sea especial para mí. Estoy tan tranquila y despreocupada que por momentos me siento arrullada por la suave melodía que emanan mis auriculares y por el murmullo de la alegría colectiva. Mil sensaciones repiqueteando en mi interior. Todo es un conjunto de sensaciones, se siente el aire vibrante. Atrás mío viaja una chica muy bonita que para mí es casi imposible de mirarla, dada mi ubicación. Por las pocas veces que me levanto la veo echadita en su asiento y mi mirada se encuentra con la de ella y yo sigo de largo para el vagón de atrás. Unos segundos me bastan. No la voy a volver a ver, pero siempre será la chica que viajaba detrás de mí en un tren a Rosario. 




lunes, 18 de marzo de 2013


No quiero escribir más sobre el amor, porque me da náuseas escribir sobre el amor. Por lo menos no quiero desde un punto de vista lastimoso. Porque el amor está sobrevalorado y nadie debería ganarse nuestras lágrimas y llevarse nuestro "corazoncito" como si fuera que le estamos regalando un chupetín. No busco dar lástima, me asquea pensarme como una personita frágil preocupada por esas cosas banales de la vida. Estaba bordeando lo depre y ya no me copa para nada. Solo quiero escupir lo que me hace mal, si algo me hace mal, y volver a sentir el frio del invierno, que está por venir, que me trepe por las piernas y me perfore el cuerpo. No sentir más que esa sensación por ahora. Me gusta el frío. Y también me gustaría encontrarte sin querer en una noche de mucho frío.
Pero entendeme algo, es la música la que me acompaña al escribir. Los viernes suelo ser feliz. Y los sábados… depende en qué derivó el viernes.



No encontré la escena posta de la peli donde cantan, y con subtítulo, así que me conformo con este que es mas o menos lo mismo:


Datos personales