El día que se fue me dejó devastada. No solo cerró la puerta
de nuestra casa, sino que cerró para siempre en mí lo que fue la etapa más
feliz de mi vida. Los recuerdos lamentablemente quedaron de este lado de la
puerta. Como desgraciada que soy, en ese momento no quise tragarme mi orgullo y no pude detenerla
dejando al descubierto mi corazón y diciéndole que la amaba, que no quería por nada del mundo que se vaya, no
quise hacer una novela lo que era una pesadilla. Y hoy me arrepiento cada día
de eso que hice mal, y de eso que no hice bien. Pensé que la iba a recuperar
porque así sentía que nuestro destino estaba escrito, aún a veces lo siento
así, aunque cada día la sensación parece disiparse un poco más. Las promesas
que nos dijimos ya carecen de sentido. Las palabras de amor se volatilizan con
el tiempo. Mi departamento ya no amanece con la luminosa alegría con la que me
tenía acostumbrada su presencia. La vida se volvió un tanto opaca, no importa
cuánto intente mitigar el dolor con cosas insustanciales, cuánto intente
divertirme o distraerme, todo parece frívolo y fuera de foco. La vida se
distorsiona y me sacude con violencia, a pesar de que me estoy aferrando
de manera tenaz al borde para no caer. Quizá se supone que es lo mejor que tenía que
pasar, pero ahora no lo puedo ver así, tengo que dejar pasar más tiempo y tal vez
en algún momento pueda darme cuenta de que sí, que era lo mejor. Pero
precisamente ahora no puedo ser
razonable, el amor es mucho más superior a la razón. Aunque me tilden de
inmadura, de que no estoy actuando racionalmente, no tengo otra manera de
actuar. ¡Y sí, obvio que soy inmadura! ¡Y todos somos unos estúpidos a la hora del amor! Es lo que sale, todos pasamos por algo similar y solo queda seguir.
Y si no tiene que ser lo que yo quiero que sea, entonces no
quiero volver a verla, más solo como un buen recuerdo. Algún día los colores
van a volver. Ahora solo es una escala de grises, pero ya van a volver.