domingo, 1 de septiembre de 2013

Recuerdo un día en el verano cuando venía del Parque Rivadavia con una nueva adquisición en mi morral y sobre mi bici pedaleando por Avenida Alberdi. Me topé con unas cuadras donde festejaban una especie de carnaval y me metí un poco desubicada por el medio. Los chicos en su maldad pueril me bañaron de espuma, y yo reía y aceleraba y esquivaba en zigzag a las multitudes. A las cuadras el bullicio se fue apagando y mi ropa se fue secando. La gente ya no existía. Caí de nuevo en soledad y me di cuenta que la vida no es más que eso, retazos entrecortados e intensificados de felicidad, el resto de ella está paralizado. Vamos a toda velocidad, y solo hay momentos en el medio de júbilo inesperado. Y cuanto más rápido vamos, más rápido se extinguen esos momentos.

Recibí la llamada de la persona que más amé en la vida y me dijo que me iba a esperar en mi casa. Y aceleré con la bici. Fui a toda velocidad porque lo único que quería era llegar. Mi meta era esa. Ahí estaba mi felicidad. Me apuré para llegar a ella, y es así cómo ella también se extinguió.

Unas horas antes, ese mismo día, por la mañana, me encontraba en el piso de mi casa, acostada y simplemente pensando. Dormí, me desperté por la tarde, agarré la bici y me fui. Anduve por caminos que nunca había transitado. Me sentí muy sola ese día, más de lo usual. Tuve tiempo de pensar demasiado, y mi cabeza hizo click en varios niveles. Muchos domingos evoco las sensaciones que tuve ese domingo. Quizá no parezca nada especial expresado así en unas pocas líneas, pero lo fue para mí. Y eso basta.




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