Una vez conocí a una chica. En virtud de mi depresión de esos
viejos días, pensé que iba a ser una buena forma de escapar a lo que me
afectaba. A pesar de que la conocí poco y nada, cada tanto la recuerdo, admito
que obtuve algunas cosas positivas de ella, de cierta forma “la admiré”.
Incluso empecé a escribir este blog gracias a esta chica (pero nunca le dediqué
ni una línea porque no valía la pena).
Alguna vez la he buscado vanamente en una marcha lgtb, sin
ninguna expectativa, busqué su ciervo en su pierna y no lo encontré. No hacía
tanto calor ese día, y ella aparentemente al final llevaba pantalón largo, por
eso nunca vi el tatuaje.
Otra noche, de efectivamente más calor, nos acomodamos en un
sillón de cierto lugar oscuro, yo me senté tipo indio enfrentada a ella, y noté
cómo su mano jugueteaba y se deslizaba por mi pierna. Me miraba un tanto
desafiante y provocativamente. Después de un rato, las palabras se habían
esfumado y mi cigarrillo se había consumido. Mientras que las últimas cenizas
caían, la besé, antes de que el mundo se viniera abajo. Me gustaba cómo
bailaba, me embriagaba con sus movimientos. Me atraía hasta lo indecible. Yo
cerraba los ojos, pero sé que me estaba mirando también.
Percibía que su cabeza era una maraña de locuras incorregibles, más de lo que se veía a simple vista. Me hubiera gustado conocerla más, ahondar en sus pensamientos más recónditos. No me importaba si estaba de novia, enamorada o cualquiera fuera su situación sentimental; cuando me dijo que no me quería ver más, me acosté un rato en el suelo y le agradecí en silencio que me había hecho olvidar de la que tanto me dolía, por lo menos unos minutos. Ahora estaba preparada para lo siguiente.