En la orilla no se puede divisar
la inmensidad de la cuestión, la peligrosidad. Todo parece tranquilo en el
borde del precipicio, el problema es qué sucede cuando nos extendemos un paso
más allá, a lo desconocido, a lo que no siempre queremos conocer. Así pues, ya
no todo es lo mismo. Estamos tan lejos de eso, y tan cerca. Puedo dormir
tranquila mientras no suceda, mientras no me extienda. Mientras mire la
vastedad expandirse, duplicarse; y yo, sin mayores preocupaciones, imperturbable,
no atravieso ningún límite. Me quedo de este lado, palpitando lo que puede ser
y lo que no. Si no me inquieto, no tengo por qué preocuparme. Si desespero, si
me desborda la incertidumbre, la angustia; caigo. Así, me bañan delicadamente
las primeras gotas de mar. Es reconfortante, es un murmullo que te acaricia la
piel, que te lame el alma. Hundo mis pies en la arena y me animo a un poco más.
Asaz abstraída me encuentro en mis pensamientos. Me dejo llevar por un puñado
de recuerdos distorsionados, atizando el pasado que no se borra siquiera con
agua. Lo importante es desechar los residuos. Buscarle una nueva cara a las
cosas. Y la sal del mar, sí, obviamente se encargan de hacer lo suyo con las
heridas. Por delante, cielo y mar. Atrás, no lo sé. Me pierdo, como enésimas
veces me perdí en las calles solitarias por la madrugada, en los beats de algún
antro a las 4 am, en la locura atronadora y en una pasión arrolladora, esa que
te desangra sintiéndote cada vez más vulnerable y pequeño. Y más pequeños
somos, más nos ahogamos, menos lo comprendemos. Más intentamos vanamente
estirar la mano. Y a veces perdemos el control de las cosas. Y las cosas nos
superan, se nos escurren de las manos. Ya no sé cuánto tiempo llevo aquí ni por
qué. Pero siempre queremos más. Somos entes desbordantes de ambición, de deseo,
de querer penetrar lo oscuro y lo ignoto. No nos conforma con pisotear solo el
borde y admirar al horizonte. Queremos tocar el horizonte, y probar el caos. Pero
cuando menos lo esperamos, la vida nos pone una trampa. Y va una ola, y otra. Y
otra que se cierne con más fuerza sobre mi cuerpo. Una fuerza indómita me
empieza a arrastrar contra mi voluntad. Lo que parecía un juego, se convierte
en trabajo. Lo que parecía un momento de sosiego, es un momento de
preocupación. Y la confusión empieza a florecer, dejando de lado a la razón. ¿Está
esto realmente ocurriendo? Las olas me empiezan a tragar, cual bestia gigante a
un pequeño ser vivo e insignificante. Solo atino a mirar el cielo plomizo y uniforme,
que parece acercarse más y más. Me aplasta. Y nunca me sentí más sola. Ahora
necesito que alguien me socorra, como mil veces antes lo necesité. Y no grito,
como mil veces antes tampoco grité. Solo espero, porque aún hay tiempo.
¿Cuánto? Y espero una persona, no cualquiera. ¿Acaso le confiamos nuestra vida
a una sola persona? Tan terca y obstinada puedo llegar a ser. ¿De dónde nacen
las fuerzas cuando ya las creíamos perdidas? ¿Cómo podemos volver a nacer
cuando ya estamos perdidos? Mis temores nunca fueron tan vivaces como en este
momento. Me hundo, voy encontrándome cara a cara con ese horizonte que creía
tan remoto. Me expongo a lo inevitable. Me entrego, porque no conozco otra
alternativa. Porque finalmente pierdo la esperanza, o porque realmente nunca la
encontré. Y me estoy quedando sin tiempo, que es lo único que tenía. Pero
cuando ya todo parece perdido, percibo una figura acercarse. Descubrirla me
turba, y me deja pasmada. No es quien esperaba. Y me decepciona verme a mí
misma, convertida en otra, acercándose hacia mí. Mi fiel reflejo. Me entumece
el corazón comprender esta situación. Ella, que no es más que yo, avanza
ávidamente por el agua, sin mayores problemas. Me siento un objeto de burla, y
traicionada. Ella, que no es más que yo, tiene los ojos vidriosos, y el
semblante despreocupado. Me repela verla así, tan serena, mientras yo me debato
entre el más acá y el más allá. Incluso la veo más joven, de lo que realmente
soy; y posiblemente, ésto me repele más. Es una criatura repulsiva, que nunca
llegué a comprender realmente. No la quiero acá, y sin embargo, es la única que
me puede salvar. “¡Sos vos!” atino a decir (si es que realmente palabras salen
de mi boca). “Nos vamos a salvar, ¿no?” pregunto. “No”, me responde
categóricamente mi figura duplicada. Me sobrecoge una explosión de desazón,
porque, cierto es, yo no me quiero morir. Y cierto es, yo nunca hice nada por
mí, ¿por qué esperar algo diferente de ella? Si tan solo pudiera persuadirla de
que haga algo, que por lo menos lo intente, pero estamos las dos tan perdidas,
tan distantes entre sí. Ella, con algunos años menos que yo, también está
decepcionada de mí. Lo leo en su rostro. Yo, que la creía olvidada, su
presencia me arrolla con ímpetu y me doblega a los recuerdos. Me urge la
disonante necesidad de tocarla y decirle que lamento haberle fallado. También,
quiero cobijarme bajo ella. Merezco su lástima, su pena, su desdén. Merezco lo
que tengo porque lo busqué. Pero ella no merece esto. Ella rezuma sueños por
los ojos, entiende poco de la vida pero precisa enlodarse en su tempestuosa
magnitud. Sin pensarlo, me aferré a su mano, y me sentí en paz por primera vez
en mi vida (curiosamente en el final de la vida misma).
Y mi cuerpo entero cedió a las olas.
Y mi cuerpo entero cedió a las olas.