sábado, 7 de septiembre de 2019


Encontrábame un día volviendo del pueblo Uribelarrea, bien conocido por su picada y su cerveza artesanal. De la cerveza no puedo decir nada, pero de la picada puedo afirmar que es exquisita. Volvía del paseo en un colectivo de media distancia en un desvencijado asiento y adelante mío había un nene y una nena de aproximadamente 10 o 12 años. No sé si viajaban solos o bajo la mirada vigilante y distanciada de un adulto. Eran chicos del pueblo. Me empezó a llamar la atención el trato tan especial que tenían entre sí y comencé a anotar algunas frases curiosas en mi celular. Lamento que dicho celular se me haya roto así que no puedo recordar nada de lo escuchado. Mas puedo rememorar sus gestos y la dulce intimidad en que estaban inmiscuidos. Olvidando el mundo exterior, olvidando el camino polvoriento que el bondi recorría; los chicos reían, se hacían cosquillas y bromeaban. Estaba escrito el amor. Se desprendía por los poros de sus pequeños cuerpos. Pero un amor sano y pueril, el amor que improvisa, que se asoma y que aún desconoce su significado. Ese que la mayoría de los adultos olvidan que existe o lo miran con recelo.
Empezamos a crecer cuando el corazón y el cuerpo comienzan a doler. Luego somos adultos y nadie nos garantiza el amor. No creemos en él porque estamos decepcionados. Nos volvemos burdos y aburridos, resentidos y con miedo de volver a confiar. Pero hay ciertos casos o etapas que…
El amor se percibe y se huele. Hay algo en el semblante de la persona que toma otro color y que no se ve en otros momentos de la vida. La mirada tiene otra luz, que brilla aun en la oscuridad, y la energía es implacable.  El silencio entre ambos es cómplice, las palabras calman, y el tacto es inevitable. Recuerdo otro momento que estaba en otro pueblo, San Antonio de Areco. Estaba en el “boliche de Bessonart” (es un bar muy antiguo, no un boliche) con mi novia en una mesita con vino y vermut de por medio. Había unos ventanales abiertos de par en par y afuera había una pareja muy peculiar, entre otras personas que preferían beber en la bulla de la calle en esa noche caliente. Esta pareja coqueteaba entre sí, fumaban e intercambian humo y luego se deslizaban en un vertiginoso beso. Y así continuamente. En un momento, ella entró y se acercó a la barra del bar a comprar más bebidas. Mientras le preparaban su pedido, la chica se apoyó en la barra y, fascinada, miraba a su chico afuera que sentado le daba la espalda y continuaba fumando. Se sonreía sola y se mordía los labios. No podía contener lo que le pasaba. Allí también lo percibí. Ella hubiera matado por él, pero más se hubiera matado a sí misma por él. Porque eso hubiera implicado llegar a los extremos de ese galopante y volcánico amor. Y alguien tenía que inmolarse por el otro.
Pero recuerdo otra situación más. Cierto día fui a un espectáculo de música con mis padres. En cierta canción, los músicos invitaron a la gente a que subiera al escenario a bailar. Al principio nadie se animaba, pero luego una parejita avanzó con las manos tomadas y, divertidos,  comenzaron a bailar. Enérgicos, improvisaron unos pasos y se dejaron llevar por las melodías y las letras que parecía les estaban destinadas. Logré sacarles una foto donde uno de ellos le tomaba la cara entre las manos al otro (chico y chica) y con la mirada le agradecía el estar compartiendo ambos un momento tan especial como ese. Aunque sospeché que estarían en su primer año de romance, no quitaba que se viera algo eterno.
Pero atesoro aún más otro amor.    Y no es mío propio, sino el de mis padres. No he conocido otro amor más evidente e indiscutible que ese. Y si bien los últimos tiempos fueron difíciles para ambos por sus respectivas enfermedades y marcas seniles, sus casi 50 años juntos son la prueba irrefutable de que el amor nace, se alimenta, se construye y perdura lo que queremos que perdure. Más que nada, debo reconocer aquí el amor de él hacia ella. Jamás lo vi salir a ningún lado si no iba con ella. Y no porque no haya sido una persona independiente. Sino porque no le nacía salir sin su compañía. Se desvivía por darle lo que necesitara y llevarla a pasear. Por cuidarla y hacerle sentir que nada malo pasaría, que no se enterara cuando algo malo y anómalo asomaba en la convivencia. Así como a una criatura, y capaz un poco reprochable, le entregó los mejores años de su vida y la cuidó y la amó hasta el hartazgo. Algunas veces los he visto bailar juntos y solos en el comedor de casa, otras veces los he visto abrazados en el living, o él con su cabeza depositada en el regazo de mi madre, y viendo una película. No existía un fin de semana en donde no fueran a pasear, a cenar afuera, a dar una simple caminata por el barrio, a recorrer cafeterías, a embellecer aún más esa relación. A pesar de estar rayando los 70 años, aún vivían como si tuvieran 25. Y lo hubieran hecho hasta los 100. Pienso que al morir él, lo que más habrá lamentado fue saber que la dejaba sola, y que eso no tenía remedio. Pero era inevitable.  
Después de experimentar el amor, el tiempo que se instala sigue siendo mágico. Y cuando alguien o algo nos arrebata eso, perdemos el hilo de la vida. Caemos porque es nuestro nefasto destino. No estamos preparados mentalmente para ese tipo de cosas. Volvemos a ser niños, porque estamos desorientados y desprotegidos. Entonces he aquí el cliché, de que el amor nos mata, pero también nos mantiene vivos, y hay que aprender a vivir, y morir, con eso. Es un ciclo que nos envuelve, nos patea, y no nos deja respirar. Lo más básico de la vida es lo más complejo. ¿Tan difícil es ser sencillo? El amor es un rompecabezas que de chicos empezamos a jugar con él, de jóvenes nos divierte, de adultos nos apasiona; y de viejos, la pieza más importante se pierde y sentimos que ya nunca podremos terminar de armarlo.  

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