martes, 31 de marzo de 2020

Paso a contar un sueño reciente:
Vuelvo de noche a casa donde actualmente convivo con mi vieja. No sé de dónde vengo, no sé por qué me fui, no sé por qué la noche es más oscura que otras noches de otros años mejores. A medida que me acerco, (aún faltan algunas cuadras), me percato de la rebelión que se escoce en las calles. La gente aúlla y corre alborotada. Se apiñan en las puertas de los locales cerrados bajo 20 candados y en las casas para entrar y saquear. Cualquier desprevenido es bienvenido en la jungla para arrebatarle el alma y el dinero. Algunas fogaratas flamean en las esquinas a modo de banderas izándose, solo falta el himno nacional para acompañarlas. Un cuadro popular tan contemporáneo y tan antiguo al mismo tiempo. Porque en el caos reside nuestra esencia, y es quien mejor nos representa. Yo me camuflo lo mejor que puedo, y porque conozco el arte de pasar desapercibida, si más de la mitad de mi vida lo he hecho. Me encuentro repentinamente con alguien, quien resulta ser mi viejo ya fallecido. Cáncer, neumonía, un bicho microscópico que te escupe en la cara y se te mete en el cuerpo con ansias de devorar. Y la eterna frase a cargo de la enfermera en la última noche en el hospital que repercute en mi cabeza “Es como una velita… Se consume”.
Se me escurren las palabras y se van como si alguien me las hubiera soplado de la cabeza. Atino a saludarlo, o murmurar algo. Sin embargo, él parece no tener mucho tiempo, y se precipita al hablar. Me dice que vuelva a casa YA, que mi madre me está esperando y que me necesita. ¿Cómo pude haberla dejado sola en medio de esta rebelión que cercena nuestras calles, nuestro barrio? No lo comprendo. Y caigo en cuenta. Recuerdo la cuarentena que nos rodea actualmente. Recuerdo el caos que nos subleva. El sabor a pandemia y paranoia, ese horizonte de desdicha que nos deja aletargados. Recuerdo que debo volver rápido porque mi vieja no es mi viejo, y ella sí pide ayuda. Él solo la sigue cuidando como en vida, con las pocas herramientas que ahora tiene donde sea que esté. Así muchas veces pienso que extraño más a mi papá para mi mamá, que a mi papá para mí.
Le pido que me acompañe en el camino, que tengo miedo, y fundamentalmente que vuelva a casa, que iba a ser una gran sorpresa para mi vieja. Me responde que sí y emprendemos el camino esquivando al gentío. Los rebeldes se diluyen en el tiempo, mis pies se desprenden del asfalto, el humo del fuego no me envuelve. El rugir del pueblo ya no me aturde. Una ráfaga de sensaciones me invade el cuerpo. Cuando estamos por llegar, se abultan algunas personas cerca de la entrada de mi casa, por lo que entre los dos empezamos a los empujones abriendo camino y evitando que la anarquía nos devore. Un cuerpo, otro, un grito, estamos tan cerca y todo puede volver a ser como antes. Abro la puerta y me deslizo adentro de la casa, le digo que también entre mientras sostengo fuertemente la puerta. Sin embargo, él decide quedarse del lado de afuera, apretujado entre los subversivos, y me dice que no puede, que ya no puede volver. Me había mentido entonces, solo me había acompañado a casa, mas no iba a volver. Me ordena que cierre la puerta. Comprendo que tiene razón y que no puedo resolverlo de otra manera. Sin pensarlo, le grito “¡te amo!", y me responde de la misma manera mientras lo miro y cierro la puerta.
El sueño termina y a pesar de lo alarmante del mismo me siento tranquila, porque siento que no es la última vez que veo a mi viejo. En cuanto al caos, no me sorprende, es parte de todos. Nos reciclamos y seguimos para adelante. 

Datos personales